El psicoanálisis se utilizó con los soldados que combatieron en la II
Guerra mundial y con los refugiados. Los investigadores descubrieron
que el estrés del combate no era tan simple y se conectaba con lo
irracional: era el detonador para el despertar de antiguos recuerdos de
la infancia que hasta entonces habían estado ocultos.
El hecho de considerar que los ciudadanos americanos estaban
gobernados por fuerzas irracionales y violentas se convirtió en un
asunto preocupante para el poder, y se tomaron iniciativas para buscar
la manera de controlar y canalizar los deseos irracionales y miedos
reprimidos por el subconsciente, a fin de evitar que las masas pudieran
volver a evocar la barbarie nazi.
Reprimir el barbarismo salvaje de los ciudadanos era el camino para
una sociedad estable, segura y dócil, así que se decidió utilizar
técnicas que permitieran lograr “ciudadanos democráticos”. Y para ello
se trabajó con Anna Freud, hija de Sigmund Freud.
En 1946, el presidente Truman firmó el Acta Nacional de Salud Mental,
por el que se tratarían los métodos para lidiar con los miedos e
inestabilidades que amenazaban a la sociedad, aplicando las ideas de
Anna Freud a gran escala. El psicoanálisis sería el arma para crear una
sociedad mejor al enseñar al ciudadano a controlar sus impulsos. De esta
forma, a finales de los cuarenta se propagaron centros de orientación
psicológica por todas las zonas urbanas.
Freud controlaba la vida privada de individuos, familias y
trabajadores, aconsejándoles en virtud de los modelos sociales
establecidos y aceptados como normales. La idea subyacente era que la
felicidad se lograba adoptando el modo de vida que les rodeaba. Así
podían librarse de sus impulsos autodestructivos. Pero nunca se cuestionaron la realidad a su alrededor en sí misma.
Nunca pensaron que pudiera ser la fuente de maldad, o algo a lo que no
convenía adaptarse. Esta fue la baza de los políticos de la época.
Además de ciudadanos modelos, se crearon consumidores modelos al adaptar las ideas de Bernays al psicoanálisis en alza. Ernest Dichter,
uno de los expertos de la época y pionero en el estudio social a partir
de grupos y encuestas de opinión, también creía que los ciudadanos
americanos eran seres irracionales en los que no se podía confiar.
La razón por la que compraban productos tenía que ver con sus deseos
ocultos y sus sentimientos. Dichter se propuso revelar el “yo secreto
del consumidor americano”, las motivaciones inconscientes de tipo
sexual, de poder, etc. que les llevaba a comprar ciertos productos.
Una de sus primeras misiones fue analizar el fracaso de una gama de
alimentos precocinados. Descubrieron que el problema estaba en que las
amas de casa se sentían culpables por acudir a ellos en virtud de lo
“fácil y cómodo”, como si estuvieran dejando de lado su responsabilidad
familiar. La solución fue hacer que el ama de casa participara de algún
modo, así que, en el caso de los bizcochos que la marca intentaba vender
sin éxito, se colocaron unas instrucciones en el paquete indicando que
había que añadir un huevo para terminar de cocinar el postre. Las ventas
aumentaron instantáneamente.
Los productos no sólo satisfacían el sentimiento de identidad de un
individuo, sino también los de crear un lazo común con todos los que le
rodeaban, lo cual puso de manifiesto el potencial del consumismo para
crear una sociedad estable.
Dichter constató que el hombre moderno había adquirido la costumbre
de satisfacer sus frustraciones gastando en auto-gratificación,
comprando productos que servían de complemento a su imagen. La
conciencia de los investigadores estaba limpia al considerar que la
identificación de la persona con el producto podía tener un valor
terapéutico, pues se convertía en alguien más confiado y seguro. Y esto
sería bueno para el resto de la sociedad.
La idea de que las élites eran necesarias para controlar la
irracionalidad de las masas para garantizar la seguridad social era algo
ya asumido por todos. Controlar al individuo para garantizar la
libertad del individuo, una paradoja más que añadir a la historia de las
civilizaciones.
Y, de nuevo, la política supo sacar provecho de las técnicas de
marketing. Con la guerra fría, el gobierno recurrió a Bernays para poner
al público en una actitud displicente. En lugar de buscar la manera de
reducir el miedo hacia el enemigo, como se solía hacer, Bernays propuso
exagerar dicho miedo para facilitar la docilidad de los ciudadanos ante
la toma de decisiones.
Es lo que hizo con las revueltas en Guatemala para echar a la United Fruit del país. Esta compañía era cliente suyo desde hacía tiempo, así
que le pidió ayuda para aparecer como víctima de la situación. Bernays
convirtió al gobierno popular dirigido por Jacobo Arbenz
en un títere controlado por la URSS y pagó un avión de periodistas
estadounidenses para que viajaran a ver en primera persona qué ocurría
en el país.
Estos periodistas habían sido escogidos por el propio Bernays en
función del desconocimiento que tenían de la situación política y su
ignorancia respecto a cualquier asunto relacionado con Guatemala. De
igual forma, organizó una violenta revuelta en la capital en contra de
los intereses norteamericanos con la ayuda de los propios trabajadores
de la United Fruit.
Estados Unidos se llenó de comunicados de prensa en los que se decía
que la URSS estaba utilizando a Guatemala como lanzadera para comenzar
un ataque al “país de las libertades”. Más allá, la CIA se había
involucrado con Bernays en el derrocamiento del presidente Arbenz, tal y
como reconoce en el documental Howard Hunt, el mismísimo jefe de operaciones de la Agencia para aquella misión.
El éxito fue tal que se convirtió en la primera de interminables
alteraciones de la realidad a partir de entonces. Se consideró legítima
la manipulación mental para controlar a la población durante la guerra
fría. Comenzaron así los experimentos de control mental con la
participación de universidades e instituciones científicas, tal y como
cuenta John Gittinger, miembro del proyecto MK-ULTRA y psicólogo jefe de la CIA desde 1950 a 1974.
Pero en 1962 ocurrió algo que supuso el inicio de una reacción en
contra de lo establecido. El suicidio de todo un símbolo nacional,
Marilyn Monroe, tras muchos esfuerzos con las terapias, fue el gran
golpe contra el tremendo poder que había adquirido el psicoanálisis.
Mucha gente comenzó a cuestionarse su autenticidad como garante de los
valores del individuo, pues surgió la cuestión de si no sería un arma
represiva en favor de garantizar un orden social establecido.
Arthur Miller,
notable intelectual y exmarido de la actriz, diría al respecto que el
gran error estaba en tratar de reprimir cualquier idea de sufrimiento,
en lugar de aceptarla como natural y parte integrante del aprendizaje
como seres humanos, y buscar a toda costa una “idea lobotomizada” de una
mal entendida felicidad.
De esta forma, comenzaron las acusaciones contra el psicoanálisis por
considerárselo un instrumento para reducir a los seres humanos a
marionetas emocionales cuyo único valor era el de mantener en
funcionamiento las cadenas de producción en masa. Durante los años
siguientes, pensadores como Marcuse
hablarían de una sociedad sometida a marcas y productos y engañada en
el concepto de prosperidad. Todo lo cual degeneraba en una existencia
marcada por la destructividad interior y la agresividad en las
relaciones sociales.
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