El siglo del Yo es una serie documental de cuatro capítulos emitida por la BBC en el año 2002. Su creador es Adam Curtis,
un escritor y documentalista conocido por sus controvertidas críticas
sociales y políticas. En esta serie, aborda el proceso histórico que ha
seguido el poder económico para controlar a las masas a través de las
teorías de Freud.
Seguir esta historia es como poner nuestra situación actual delante
de un espejo y observar qué tal nos sienta el traje que compramos, en
este caso, hace un siglo. Para ello, nos hemos de situar en la segunda
década del siglo XX, justo en la I Guerra Mundial.
Edward Bernays
fue sobrino de Sigmund Freud y el creador del concepto “relaciones
públicas”. Comenzó trabajando para el gobierno estadounidense durante la
I Guerra Mundial. Para contrarrestar el descrédito que suponía entrar
en una guerra lejana, Bernays propuso el eslogan de que la intervención
era necesaria para lograr un mundo más seguro y demócrata. El presidente
Wilson se convirtió así, de la noche a la mañana, en un héroe de masas
que luchaba por un mundo libre.
Tras el éxito de la propaganda bélica, Bernays decidió usar aquellas
técnicas de disuasión verbal en los asuntos de paz, y, puesto que el
término “propaganda” se asociaba a la guerra, sustituyó el término por
el de “relaciones públicas”. Por aquella época, las corporaciones tenían
un problema con el sistema de producción masivo, y era la
superproducción. Cuando la gente tenía lo que necesitaba, dejaba de
comprar. Había que cambiar los hábitos y la manera en que la gente
entendía la obtención de productos, hasta entonces desde un punto de
vista práctico.
Bernays
era un acérrimo partidario de las teorías de su tío. Según Freud, el
ser humano es gobernado por la irracionalidad. Sabiendo cómo canalizar
las emociones irracionales que dirigen a las masas, las corporaciones
obtendrían las herramientas necesarias para manejarlas a su antojo.
El primer experimento a gran escala realizado por Edward Bernays fue
para la American Tobacco Co., que buscaba la manera de ampliar su
mercado hacia las mujeres en un momento en que estaba mal visto que
estas fumaran. Según el psicoanálisis, el cigarrillo es un símbolo
fálico, la representación del poder sexual masculino. Si asociaban el
acto de fumar con un desafío a tal poder, lograrían que una mujer
fumadora se identificara con un carácter fuerte e independiente: la
mujer que fuma tiene su propio pene.
Así que Bernays organizó un supuesto “acto espontáneo” durante el
desfile de pascua en Nueva York. Pagó a un grupo de mujeres jóvenes que
se unirían al desfile y en un momento determinado encenderían unos
cigarrillos. Por supuesto, había fotógrafos preparados para captar tal
momento. El eslogan fue que estaban encendiendo las “antorchas de la
libertad”, concepto que todo americano identifica con los más altos
valores de su cultura. El éxito del espectáculo mediático fue tal que,
desde entonces, una mujer que fumaba estaba encendiendo su antorcha de
la libertad frente al poder masculino imperante.
A
partir de ese momento, cualquier cosa era posible de ser vendida
apelando a los aspectos emocionales, no utilitarios. Se conectaba el
producto con una emoción y se hacía ver al consumidor que gracias a tal
producto se sentiría mucho mejor. Paul Mazer, de Lehman Brothers, fue
uno de los primeros en darse cuenta del potencial que tenían entre las
manos:
“La gente debe ser entrenada para desear nuevas cosas antes incluso de que las viejas hayan sido enteramente consumidas. Los deseos de los hombres deben eclipsar sus necesidades”.
Los artículos se empezaron a asociar con estrellas de cine y
personajes populares y Bernays contrató a psicólogos para promover
“estudios independientes” que alabaran las virtudes de un producto
determinado. Uno de los mayores éxitos de la época fue utilizar la moda
como símbolo de individualidad y reforzamiento de los valores
personales al vestir de manera diferente al resto, frente a la
homogeneidad y sumisión que suponía no acogerse al uso de la diversidad
de prendas que los grandes almacenes ofrecían al consumidor. Había
surgido el “fondo de armario”.
Rápidamente, de los usos comerciales se pasó a una nueva idea
política de control, mediante la cual se podía lograr la sumisión y
docilidad a cambio de satisfacer el íntimo egoísmo de las personas. Era
el comienzo de la sociedad de consumo.
Uno de los debates de los intelectuales de la época era que, si las
masas están gobernadas por impulsos irracionales, entonces la democracia
es un error desde su base. Se podía usar las fuerzas oscuras e
irracionales del grupo para conseguir cualquier objetivo, desde apoyar
al candidato equivocado en unas elecciones hasta aplaudir los proyectos
más destructivos.
Walter Lipman, uno de los pensadores político más relevantes del momento,
consideraba esto demasiado peligroso y que era necesario usar la
psicología del comportamiento para tener controlada a la sociedad según
los dictámenes de una élite responsable. Satisfaciendo los deseos de la
masa, se la mantendría feliz y sumisa y se evitaría el enfrentamiento
con los poderes gobernantes.
Gracias a Bernays, ello era posible. El presidente Hoover, elegido en
1928, compartía tales conceptos, y consideraba que había que convertir a
los ciudadanos en máquinas de felicidad en constante movimiento tras la
búsqueda de sus deseos, los cuales serían creados por la nueva ciencia
de la publicidad.
Era la nueva “democracia de las masas” basada en el yo consumista:
una sociedad estable y dócil que se sentía feliz por poder consumir
productos, no por la sensación de necesidad que había imperado hasta
entonces, sino por el deseo y asociación de los bienes materiales con
determinados valores preestablecidos.
Se procedía a estimular las necesidades del yo irracional y así el
poder podría seguir haciendo a sus anchas, de manera que se perpetuaba
el eterno juego que siempre ha mantenido a unos pocos elegidos en la
cumbre y al resto en la base y sin posibilidad de generar cambios,
aunque en esta ocasión la ilusión de que esto último sí era posible
garantizaba una mayor estabilidad.
De
esta forma, el futuro de la economía estaba asegurado gracias al nuevo
ímpetu consumista, y la política se sentía segura al haber canalizado la
libertad humana hacia derroteros materialistas e inofensivos para el
poder, puesto que las fuerzas humanas estarían puestas en saciar el
apetito o frustración inmediatas, pero nunca se preocuparía, debido a la
incapacidad para atisbarlas, por las verdaderas causas de tal
frustración, relacionadas con la falta de una auténtica libertad.
El nuevo control de masas al estilo freudiano consistía en dirigir
las fuerzas libidinosas del deseo del grupo hacia el apoyo incondicional
al líder, mientras que las fuerzas agresivas se canalizaban hacia el
odio al otro, a quien no pertenecía al grupo.
Esto, en Alemania, permitió la exaltación del nazismo, el cual
debemos recordar que llegó al poder tras unas elecciones democráticas.
Goebbles se proclamaba a sí mismo un admirador de Edward Bernays y de
los logros que había alcanzado en los Estados Unidos.
En este último país, por su parte, el control de masas se derivó para
favorecer a las corporaciones. Tras la época de reformas de Roosevelt
para superar la Gran Depresión, a principios de los años 30, los grandes
empresarios consideraron que el New Deal
era un atentado contra los valores democráticos, pues suponía una lista
de leyes reguladoras y de control sobre las empresas intolerable para
el poderoso capitalismo, sobre todo después de lo logrado en los años 20
con las ideas de Bernays.
Así que se inició una guerra propagandística por la que las
corporaciones reclamaban la necesidad de que se las dejara actuar por
libre para el progreso y bienestar de la nación. Para ello, se
anunciaban como las verdaderas creadoras del espíritu de libertad
americano y presentaban al público una imagen de un futuro idílico
resultante del trabajo que ellas deberían realizar si se las permitía
actuar sin impedimentos por parte del gobierno.
A partir de aquí, la democracia se asociaba definitivamente al
capitalismo y se confundían ambos términos. Se logró vender la idea de
que no es posible una verdadera democracia si no está integrada en una
sociedad capitalista. Esto implicaba que la libertad se asociaba
únicamente al consumo, a la capacidad del ciudadano para satisfacer
cualquier deseo propio mediante productos y bienes.
El concepto de democracia ya no suponía para nadie participar de
decisiones importantes o actuar en la vida social, sino de poder
satisfacer los instintos irracionales que previamente habían estimulado
los agentes publicitarios…
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